Publicado por Agenda Pública, Por Borja Santos Porras y Fernando Fernández-Monge, 24/07/2017
Con frecuencia observamos con frustración cómo los políticos ignoran políticas públicas sobre las que hay consenso entre los especialistas o cómo únicamente utilizan los argumentos de economistas cuando les interesa. “Los políticos usan la economía como un borracho usa una farola, como apoyo, no como iluminación”. Con este chiste anuncia su libro Alan Blinder, economista de Princeton, en el que analiza la relación entre economistas y políticos.
Dani Rodrik también explica cómo las ideologías políticas simplifican los modelos económicos para construir simples narrativas formuladas en forma de atractivos eslóganes ideológicos, tales como que “los impuestos matan los incentivos”, sin detenerse en el contexto en el que se aplican los modelos.
Ante esta falta de aprecio por parte de los políticos, en ocasiones la respuesta de los economistas es un desprecio hacia los políticos “ignorantes”. Aquellos más educados sustituyen el desprecio por un argumento de la teoría de la decisión racional, según la cual, la lógica esencial de un político es la electoral, y ahí se encuentra el motivo principal de sus decisiones. El problema es que el mundo es algo más complejo.
Blinder habla de los cuatro círculos (rings) en la elaboración, desarrollo e implementación de las políticas públicas. El primero es el contenido de las políticas, en el cual se centran – y frecuentemente se detienen – los economistas y otros científicos sociales. El segundo es la política (que algunos llaman economía política o dinámicas de poder). El tercero es el mensaje y el cuarto es el proceso, que según el profesor de Princeton los economistas directamente ignoran. En economía generalmente se habla de “equilibrio”, y de que determinadas decisiones nos llevarán a esa situación ideal, pero no se exploran en detalle las transiciones hacia el equilibrio, durante las que hay ganadores y perdedores. Lo interesante es que, generalmente, las personas reales viven en transiciones, no equilibrios. De ahí la importancia del “proceso”.
El debate no es nuevo. Hace tiempo que en economía se vienen analizando los determinantes del desarrollo. Tras años de políticas fallidas, existe consenso sobre la importancia de las instituciones para la consecución del desarrollo económico. Hay mucho menos acuerdo, sin embargo, sobre cómo funciona la “caja negra” de la implementación de las políticas públicas.
Organizaciones como el Banco Mundial, el PNUD y agencias bilaterales llevan años dedicando tiempo y recursos a intentar fortalecer instituciones que implementen políticas públicas, pero los resultados han sido decepcionantes. Ni el “trasplante” de estructuras burocráticas weberianas, ni reformas al estilo New Public Management han tenido el éxito esperado.
Las limitaciones de las teorías de la gestión pública en la comprensión del proceso de implementación de las políticas públicas no se limitan a los países en desarrollo. Independientemente de su nivel económico, todos los países se encuentran en entornos cada vez más dinámicos. Intentar determinar ex ante todas las normas y reglas para dar respuesta a las necesidades políticas en estos contextos resulta imposible. Puede además limitar la necesaria innovación en la búsqueda de soluciones a problemas complejos y cambiantes (Longo).
Por ello, poco a poco ha ido emergiendo una literatura que pretende buscar otras aproximaciones y propuestas menos categóricas a los retos de las reformas del sector público, que algunos han denominado políticas públicas orientadas a problemas (suena mucho mejor en su versión en inglés: problem-oriented policy making). Varios profesores de la universidad de Harvard han aplicado este enfoque a distintos ámbitos, como Malcom Sparrow en el ámbito penal y Matt Andrews, Lant Pritchett y Michael Woolcock en desarrollo internacional.
En parte de esta literatura se diferencian los problemas complicados de los problemas complejos. Los problemas complicados son aquellos cuya solución, una vez encontrada, puede repetirse con gran porcentaje de éxito. Es decir, independientemente de la escala del problema o de los recursos necesitados, son sistemas predecibles. Para su implementación se pueden definir roles y acciones específicas. Por otro lado, los problemas complejos se acercan al concepto de problemas retorcidos o enmarañados de Rittel y Webber. Son problemas que no se pueden resolver utilizando únicamente métodos técnicos, y que están muy presentes en la implementación de las políticas públicas. Estos problemas son difíciles de definir ya que las causas están interconectadas, cambian con el tiempo, y no tienen un claro desenlace o fórmula de éxito, por lo que requieren un continuo aprendizaje y adaptación.
Aplicándolo a nuestras políticas del día a día, un problema complicado puede ser cómo diseñar una red de sensores y cámaras de tráfico que controlen mejor los flujos de transporte. Uno complejo es reducir las muertes por inseguridad vial, donde los comportamientos de los conductores, los sistemas de movilidad o las condiciones del entorno cambian, obligando a ajustes en la implementación de las medidas para conseguir el objetivo de la política pública.
Con esto no queremos decir que no se pueda extraer conocimiento sobre cómo implementar las políticas públicas. Al contrario, el conocimiento es fundamental, pero no se conseguirá sólo a través de la aplicación de protocolos o predicando la creación de estructuras y la aprobación de leyes sin ninguna eficacia práctica. Requiere un método mucho más gradual e iterativo donde el problema se define como diverso y cambiante en el tiempo.
Este enfoque, que pone el énfasis en la experimentación, el análisis del contexto y su economía política, la recogida de información, la medición iterativa del desempeño y la integración de las lecciones aprendidas en el proceso de implementación, ofrece grandes oportunidades para conocer mejor “la caja negra” de la implementación de nuestras políticas públicas. Estamos seguros de que tal conocimiento, producido por políticos, economistas, científicos sociales y otros actores de las políticas públicas, servirá de luz – y no sólo apoyo – para entender mejor cómo pasar “del dicho al hecho”.